Tradicionalmente, las plantas
medicinales sirvieron como remedios para aliviar síntomas o tratar
enfermedades, con resultados dispares. Debido a su actividad farmacológica,
actuaban directamente sobre el organismo, produciendo cambios significativos en
su funcionamiento. En este sentido, estas plantas eran estrictamente fármacos
(o drogas) con capacidad de operar, alternativamente, como remedios o venenos,
dependiendo de las dosis, la oportunidad, la vía de administración, la
idoneidad de quien las indicaba, la constitución del sujeto tratado, entre
otros factores.
En el curso del siglo XIX, se
aislaron los principios activos de las especies vegetales con mayor impacto en la
clínica médica. Hasta entonces, las limitaciones intrínsecas de las fórmulas
vegetales habían impedido la titulación de valores óptimos para dosis activa
mínima, margen de seguridad de la sustancia, y dosis letal media. En este
sentido, se veían incrementados los riesgos de sobredosis agudas o intoxicación
accidental. Lo mismo sucedía con la incidencia de reacciones adversas
imprevistas, por causa de alguno de los innumerables compuestos presentes en
los preparados naturales.
Incluso en la actualidad, persiste
la predilección del público no especializado por las formulaciones vegetales.
No obstante, estudios sistemáticos han establecido de manera concluyente la
mayor fiabilidad de las moléculas aisladas. Para el caso de sustratos vegetales
administrados con fines terapéuticos, el perfil de eficacia y seguridad es
claramente desventajoso respecto del que cabe atribuir a sus principios activos
en forma pura.
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